martes, 10 de diciembre de 2013

Real Decreto Legislativo 2/2008, de 20 de junio, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de suelo

 
 

TEXTO

 
I
 
La Disposición final segunda de la Ley 8/2007, de 28 de mayo, de Suelo, delegó en el Gobierno la potestad de dictar un Real Decreto Legislativo que refundiera el texto de ésta y los preceptos que aún quedaban vigentes del Real Decreto Legislativo 1/1992, de 26 de junio, por el que se aprobó el Texto Refundido de la Ley sobre Régimen del Suelo y Ordenación Urbana. El plazo para la realización de dicho texto era de un año, a contar desde la entrada en vigor de aquélla.
Dicha tarea refundidora, que se afronta por medio de este texto legal, se plantea básicamente dos objetivos: de un lado aclarar, regularizar y armonizar la terminología y el contenido dispositivo de ambos textos legales, y de otro, estructurar y ordenar en una única disposición general una serie de preceptos dispersos y de diferente naturaleza, procedentes del fragmentado Texto Refundido de 1992, dentro de los nuevos contenidos de la Ley de Suelo de 2007, adaptados a las competencias urbanísticas, de ordenación del territorio y de vivienda de las Comunidades Autónomas. De este modo, el objetivo final se centra en evitar la dispersión de tales normas y el fraccionamiento de las disposiciones que recogen la legislación estatal en la materia, excepción hecha de la parte vigente del Real Decreto 1346/1976, de 9 de abril, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley sobre Régimen del Suelo y Ordenación Urbana, que tiene una aplicación supletoria salvo en los territorios de las Ciudades de Ceuta y Melilla y, en consecuencia, ha quedado fuera de la delegación legislativa por cuya virtud se dicta este Real Decreto Legislativo.
 
II
 
Como recuerda la Exposición de Motivos de la Ley 8/2007, de 28 de mayo, de Suelo, la historia del Derecho urbanístico español contemporáneo se forjó en la segunda mitad del siglo XIX, en un contexto socio-económico de industrialización y urbanización, en torno a dos grandes tipos de operaciones urbanísticas: el ensanche y la reforma interior, la creación de nueva ciudad y el saneamiento y la reforma de la existente. Dicha historia cristalizó a mediados del siglo XX con la primera ley completa en la materia, de la que sigue siendo tributaria nuestra tradición posterior. En efecto, las grandes instituciones urbanísticas actuales conservan una fuerte inercia respecto de las concebidas entonces: la clasificación del suelo como técnica por excelencia de la que se valen tanto la ordenación como la ejecución urbanísticas, donde la clase de urbanizable es la verdadera protagonista y la del suelo rústico o no urbanizable no merece apenas atención por jugar un papel exclusivamente negativo o residual; la instrumentación de la ordenación mediante un sistema rígido de desagregación sucesiva de planes; la ejecución de dichos planes prácticamente identificada con la urbanización sistemática, que puede ser acometida mediante formas de gestión pública o privada, a través de un conjunto de sistemas de actuación.
Desde entonces, sin embargo, se ha producido una evolución capital sobre la que debe fundamentarse esta Ley, en varios sentidos.
En primer lugar, la Constitución de 1978 establece un nuevo marco de referencia para la materia, tanto en lo dogmático como en lo organizativo. La Constitución se ocupa de la regulación de los usos del suelo en su artículo 47, a propósito de la efectividad del derecho a la vivienda y dentro del bloque normativo ambiental formado por sus artículos 45 a 47, de donde cabe inferir que las diversas competencias concurrentes en la materia deben contribuir de manera leal a la política de utilización racional de los recursos naturales y culturales, en particular el territorio, el suelo y el patrimonio urbano y arquitectónico, que son el soporte, objeto y escenario necesario de aquéllas al servicio de la calidad de vida. Pero además, del nuevo orden competencial instaurado por el bloque de la constitucionalidad, según ha sido interpretado por la doctrina del Tribunal Constitucional, resulta que a las Comunidades Autónomas les corresponde diseñar y desarrollar sus propias políticas en materia urbanística. Al Estado le corresponde a su vez ejercer ciertas competencias que inciden sobre la materia, pero debiendo evitar condicionarla en lo posible.
Aunque el legislador estatal se ha adaptado a este orden, no puede decirse todavía que lo haya asumido o interiorizado plenamente. En los últimos años, el Estado ha legislado de una manera un tanto accidentada, en parte forzado por las circunstancias, pues lo ha hecho a caballo de sucesivos fallos constitucionales. Así, desde que en 1992 se promulgara el último Texto Refundido Estatal de la Ley sobre Régimen de Suelo y Ordenación Urbana, cuyo contenido aún vigente, se incorpora a éste texto, se han sucedido seis reformas o innovaciones de diverso calado, además de las dos operaciones de «legislación negativa» en sendas Sentencias Constitucionales, las número 61/1997 y 164/2001. No puede decirse que tan atropellada evolución -ocho innovaciones en doce años-constituya el marco idóneo en el que las Comunidades Autónomas han de ejercer sus propias competencias legislativas sobre ordenación del territorio, urbanismo y vivienda.
Esta situación no puede superarse añadiendo nuevos retoques y correcciones, sino mediante una renovación más profunda plenamente inspirada en los valores y principios constitucionales antes aludidos, sobre los que siente unas bases comunes en las que la autonomía pueda coexistir con la igualdad. Para ello, se prescinde por primera vez de regular técnicas específicamente urbanísticas, tales como los tipos de planes o las clases de suelo, y se evita el uso de los tecnicismos propios de ellas para no prefigurar, siquiera sea indirectamente, un concreto modelo urbanístico y para facilitar a los ciudadanos la comprensión de este marco común. No es ésta una Ley urbanística, sino una Ley referida al régimen del suelo y la igualdad en el ejercicio de los derechos constitucionales a él asociados en lo que atañe a los intereses cuya gestión está constitucionalmente encomendada al Estado. Una Ley, por tanto, concebida a partir del deslinde competencial establecido en estas materias por el bloque de la constitucionalidad y que podrá y deberá aplicarse respetando las competencias exclusivas atribuidas a las Comunidades Autónomas en materia de ordenación del territorio, urbanismo y vivienda y, en particular, sobre patrimonios públicos de suelo.
Con independencia de las ventajas que pueda tener la técnica de la clasificación y categorización del suelo por el planeamiento, lo cierto es que es una técnica urbanística, por lo que no le corresponde a este legislador juzgar su oportunidad. Además, no es necesaria para fijar los criterios legales de valoración del suelo. Más aún, desde esta concreta perspectiva, que compete plenamente al legislador estatal, la clasificación ha contribuido históricamente a la inflación de los valores del suelo, incorporando expectativas de revalorización mucho antes de que se realizaran las operaciones necesarias para materializar las determinaciones urbanísticas de los poderes públicos y, por ende, ha fomentado también las prácticas especulativas, contra las que debemos luchar por imperativo constitucional.
En segundo lugar, esta Ley abandona el sesgo con el que, hasta ahora, el legislador estatal venía abordando el estatuto de los derechos subjetivos afectados por el urbanismo. Este reduccionismo es otra de las peculiaridades históricas del urbanismo español que, por razones que no es preciso aquí desarrollar, reservó a la propiedad del suelo el derecho exclusivo de iniciativa privada en la actividad de urbanización. Una tradición que ha pesado sin duda, desde que el bloque de constitucionalidad reserva al Estado el importante título competencial para regular las condiciones básicas de la igualdad en el ejercicio de los derechos y el cumplimiento de los deberes constitucionales, pues ha provocado la simplista identificación de tales derechos y deberes con los de la propiedad. Pero los derechos constitucionales afectados son también otros, como el de participación ciudadana en los asuntos públicos, el de libre empresa, el derecho a un medio ambiente adecuado y, sobre todo, el derecho a una vivienda digna y asimismo adecuada, al que la propia Constitución vincula directamente con la regulación de los usos del suelo en su artículo 47. Luego, más allá de regular las condiciones básicas de la igualdad de la propiedad de los terrenos, hay que tener presente que la ciudad es el medio en el que se desenvuelve la vida cívica, y por ende que deben reconocerse asimismo los derechos mínimos de libertad, de participación y de prestación de los ciudadanos en relación con el urbanismo y con su medio tanto rural como urbano. En suma, la Ley se propone garantizar en estas materias las condiciones básicas de igualdad en el ejercicio de los derechos y el cumplimiento de los deberes constitucionales de los ciudadanos.
En tercer y último lugar, la del urbanismo español contemporáneo es una historia desarrollista, volcada sobre todo en la creación de nueva ciudad. Sin duda, el crecimiento urbano sigue siendo necesario, pero hoy parece asimismo claro que el urbanismo debe responder a los requerimientos de un desarrollo sostenible, minimizando el impacto de aquel crecimiento y apostando por la regeneración de la ciudad existente. La Unión Europea insiste claramente en ello, por ejemplo en la Estrategia Territorial Europea o en la más reciente Comunicación de la Comisión sobre una Estrategia Temática para el Medio Ambiente Urbano, para lo que propone un modelo de ciudad compacta y advierte de los graves inconvenientes de la urbanización dispersa o desordenada: impacto ambiental, segregación social e ineficiencia económica por los elevados costes energéticos, de construcción y mantenimiento de infraestructuras y de prestación de los servicios públicos. El suelo, además de un recurso económico, es también un recurso natural, escaso y no renovable. Desde esta perspectiva, todo el suelo rural tiene un valor ambiental digno de ser ponderado y la liberalización del suelo no puede fundarse en una clasificación indiscriminada, sino, supuesta una clasificación responsable del suelo urbanizable necesario para atender las necesidades económicas y sociales, en la apertura a la libre competencia de la iniciativa privada para su urbanización y en el arbitrio de medidas efectivas contra las prácticas especulativas, obstructivas y retenedoras de suelo, de manera que el suelo con destino urbano se ponga en uso ágil y efectivamente. Y el suelo urbano -la ciudad ya hecha-tiene asimismo un valor ambiental, como creación cultural colectiva que es objeto de una permanente recreación, por lo que sus características deben ser expresión de su naturaleza y su ordenación debe favorecer su rehabilitación y fomentar su uso.
 
III
 
El Título preliminar de la Ley se dedica a aspectos generales, tales como la definición de su objeto y la enunciación de algunos principios que la vertebran, de acuerdo con la filosofía expuesta en el apartado anterior.
 
IV
 
Por razones tanto conceptuales como competenciales, la primera materia específica de que se ocupa la Ley es la del estatuto de derechos y deberes de los sujetos afectados, a los que dedica su Título I, y que inspiran directa o indirectamente todo el resto del articulado. Con este objeto, se definen tres estatutos subjetivos básicos que cabe percibir como tres círculos concéntricos:
Primero, el de la ciudadanía en general en relación con el suelo y la vivienda, que incluye derechos y deberes de orden socio-económico y medioambiental de toda persona con independencia de cuáles sean su actividad o su patrimonio, es decir, en el entendimiento de la ciudadanía como un estatuto de la persona que asegure su disfrute en libertad del medio en el que vive, su participación en la organización de dicho medio y su acceso igualitario a las dotaciones, servicios y espacios colectivos que demandan la calidad y cohesión del mismo.
Segundo, el régimen de la iniciativa privada para la actividad urbanística, que -en los términos en que la configure la legislación urbanística en el marco de esta Ley- es una actividad económica de interés general que afecta tanto al derecho de la propiedad como a la libertad de empresa. En este sentido, si bien la edificación tiene lugar sobre una finca y accede a su propiedad -de acuerdo con nuestra concepción histórica de este instituto-, por lo que puede asimismo ser considerada como una facultad del correspondiente derecho, la urbanización es un servicio público, cuya gestión puede reservarse la Administración o encomendar a privados, y que suele afectar a una pluralidad de fincas, por lo que excede tanto lógica como físicamente de los límites propios de la propiedad. Luego, allí donde se confíe su ejecución a la iniciativa privada, ha de poder ser abierta a la competencia de terceros, lo que está llamado además a redundar en la agilidad y eficiencia de la actuación.
Tercero, el estatuto de la propiedad del suelo, definido -como es tradicional entre nosotros-como una combinación de facultades y deberes, entre los que ya no se cuenta el de urbanizar por las razones expuestas en el párrafo anterior, aunque sí el de participar en la actuación urbanizadora de iniciativa privada en un régimen de distribución equitativa de beneficios y cargas, con las debidas garantías de que su participación se basa en el consentimiento informado, sin que se le puedan imponer más cargas que las legales, y sin perjuicio de que el legislador urbanístico opte por seguir reservando a la propiedad la iniciativa de la urbanización en determinados casos de acuerdo con esta Ley, que persigue el progreso pero no la ruptura.
 
V
 
Correlativos de los derechos de las personas son los deberes básicos de las Administraciones con que la Ley abre su Título II.
Los procedimientos de aprobación de instrumentos de ordenación y de ejecución urbanísticas tienen una trascendencia capital, que desborda con mucho el plano estrictamente sectorial, por su incidencia en el crecimiento económico, en la protección del medio ambiente y en la calidad de vida. Por ello, la Ley asegura unos estándares mínimos de transparencia, de participación ciudadana real y no meramente formal, y de evaluación y seguimiento de los efectos que tienen los planes sobre la economía y el medio ambiente. La efectividad de estos estándares exige que las actuaciones urbanizadoras de mayor envergadura e impacto, que producen una mutación radical del modelo territorial, se sometan a un nuevo ejercicio pleno de potestad de ordenación. Además, la Ley hace un tratamiento innovador de este proceso de evaluación y seguimiento, con el objeto de integrar en él la consideración de los recursos e infraestructuras más importantes. Esta integración favorecerá, a un tiempo, la utilidad de los procesos de que se trata y la celeridad de los procedimientos en los que se insertan.
Mención aparte merece la reserva de suelo residencial para la vivienda protegida porque, como ya se ha recordado, es la propia Constitución la que vincula la ordenación de los usos del suelo con la efectividad del derecho a la vivienda. A la vista de la senda extraordinariamente prolongada e intensa de expansión de nuestros mercados inmobiliarios, y en particular del residencial, parece hoy razonable encajar en el concepto material de las bases de la ordenación de la economía la garantía de una oferta mínima de suelo para vivienda asequible, por su incidencia directa sobre dichos mercados y su relevancia para las políticas de suelo y vivienda, sin que ello obste para que pueda ser adaptada por la legislación de las Comunidades Autónomas a su modelo urbanístico y sus diversas necesidades.
En lo que se refiere al régimen urbanístico del suelo, la Ley opta por diferenciar situación y actividad, estado y proceso. En cuanto a lo primero, define los dos estados básicos en que puede encontrarse el suelo según sea su situación actual -rural o urbana-, estados que agotan el objeto de la ordenación del uso asimismo actual del suelo y son por ello los determinantes para el contenido del derecho de propiedad, otorgando así carácter estatutario al régimen de éste. En cuanto a lo segundo, sienta el régimen de las actuaciones urbanísticas de transformación del suelo, que son las que generan las plusvalías en las que debe participar la comunidad por exigencia de la Constitución. La Ley establece, conforme a la doctrina constitucional, la horquilla en la que puede moverse la fijación de dicha participación. Lo hace posibilitando una mayor y más flexible adecuación a la realidad y, en particular, al rendimiento neto de la actuación de que se trate o del ámbito de referencia en que se inserte, aspecto éste que hasta ahora no era tenido en cuenta.
 
VI
 
El Título III aborda los criterios de valoración del suelo y las construcciones y edificaciones, a efectos reparcelatorios, expropiatorios y de responsabilidad patrimonial de las Administraciones Públicas. Desde la Ley de 1956, la legislación del suelo ha establecido ininterrumpidamente un régimen de valoraciones especial que desplaza la aplicación de los criterios generales de la Ley de Expropiación Forzosa de 1954. Lo ha hecho recurriendo a criterios que han tenido sin excepción un denominador común: el de valorar el suelo a partir de cuál fuera su clasificación y categorización urbanísticas, esto es, partiendo de cuál fuera su destino y no su situación real. Unas veces se ha pretendido con ello aproximar las valoraciones al mercado, presumiendo que en el mercado del suelo no se producen fallos ni tensiones especulativas, contra las que los poderes públicos deben luchar por imperativo constitucional. Se llegaba así a la paradoja de pretender que el valor real no consistía en tasar la realidad, sino también las meras expectativas generadas por la acción de los poderes públicos. Y aun en las ocasiones en que con los criterios mencionados se pretendía contener los justiprecios, se contribuyó más bien a todo lo contrario y, lo que es más importante, a enterrar el viejo principio de justicia y de sentido común contenido en el artículo 36 de la vieja pero todavía vigente Ley de Expropiación Forzosa: que las tasaciones expropiatorias no han de tener en cuenta las plusvalías que sean consecuencia directa del plano o proyecto de obras que dan lugar a la expropiación ni las previsibles para el futuro.
Para facilitar su aplicación y garantizar la necesaria seguridad del tráfico, la recomposición de este panorama debe buscar la sencillez y la claridad, además por supuesto de la justicia. Y es la propia Constitución la que extrae expresamente -en esta concreta materia y no en otras-del valor de la justicia un mandato dirigido a los poderes públicos para impedir la especulación. Ello es perfectamente posible desvinculando clasificación y valoración. Debe valorarse lo que hay, no lo que el plan dice que puede llegar a haber en un futuro incierto. En consecuencia, y con independencia de las clases y categorías urbanísticas de suelo, se parte en la Ley de las dos situaciones básicas ya mencionadas: hay un suelo rural, esto es, aquél que no está funcionalmente integrado en la trama urbana, y otro urbanizado, entendiendo por tal el que ha sido efectiva y adecuadamente transformado por la urbanización. Ambos se valoran conforme a su naturaleza, siendo así que sólo en el segundo dicha naturaleza integra su destino urbanístico, porque dicho destino ya se ha hecho realidad. Desde esta perspectiva, los criterios de valoración establecidos persiguen determinar con la necesaria objetividad y seguridad jurídica el valor de sustitución del inmueble en el mercado por otro similar en su misma situación.
En el suelo rural, se abandona el método de comparación porque muy pocas veces concurren los requisitos necesarios para asegurar su objetividad y la eliminación de elementos especulativos, para lo que se adopta el método asimismo habitual de la capitalización de rentas pero sin olvidar que, sin considerar las expectativas urbanísticas, la localización influye en el valor de este suelo, siendo la renta de posición un factor relevante en la formación tradicional del precio de la tierra. En el suelo urbanizado, los criterios de valoración que se establecen dan lugar a tasaciones siempre actualizadas de los inmuebles, lo que no aseguraba el régimen anterior. En todo caso y con independencia del valor del suelo, cuando éste está sometido a una transformación urbanizadora o edificatoria, se indemnizan los gastos e inversiones acometidos junto con una prima razonable que retribuya el riesgo asumido y se evitan saltos valorativos difícilmente entendibles en el curso del proceso de ordenación y ejecución urbanísticas. En los casos en los que una decisión administrativa impide participar en la ejecución de una actuación de urbanización, o altera las condiciones de ésta, sin que medie incumplimiento por parte de los propietarios, se valora la privación de dicha facultad en sí misma, lo que contribuye a un tratamiento más ponderado de la situación en la que se encuentran aquéllos. En definitiva, un régimen que, sin valorar expectativas generadas exclusivamente por la actividad administrativa de ordenación de los usos del suelo, retribuye e incentiva la actividad urbanizadora o edificatoria emprendida en cumplimiento de aquélla y de la función social de la propiedad.
 
VII
 
El Título IV se ocupa de las instituciones de garantía de la integridad patrimonial de la propiedad: la expropiación forzosa y la responsabilidad patrimonial. En materia de expropiación forzosa, se recogen sustancialmente las mismas reglas que ya contenía la Ley sobre Régimen del Suelo y Valoraciones, traídas aquí por razones de técnica legislativa, para evitar la dispersión de las normas y el fraccionamiento de las disposiciones que las recogen. En materia de reversión y de responsabilidad patrimonial, los supuestos de una y otra se adaptan a la concepción de esta Ley sobre los patrimonios públicos de suelo y las actuaciones urbanizadoras, respectivamente, manteniéndose en lo demás también los criterios de la Ley anterior. Se introduce, además, un derecho a la retasación cuando una modificación de la ordenación aumente el valor de los terrenos expropiados para ejecutar una actuación urbanizadora, de forma que se salvaguarde la integridad de la garantía indemnizatoria sin empeñar la eficacia de la gestión pública urbanizadora.
 
VIII
 
El Título V contiene diversas medidas de garantía del cumplimiento de la función social de la propiedad inmobiliaria. Son muchas y autorizadas las voces que, desde la sociedad, el sector, las Administraciones y la comunidad académica denuncian la existencia de prácticas de retención y gestión especulativas de suelos que obstruyen el cumplimiento de su función y, en particular, el acceso de los ciudadanos a la vivienda. Los avances en la capacidad de obrar de los diversos agentes por los que apuesta esta Ley (apertura de la iniciativa privada, mayor proporcionalidad en la participación de la Administración en las plusvalías) deben ir acompañados de la garantía de que esa capacidad se ejercerá efectivamente para cumplir con la función social de la propiedad y con el destino urbanístico del suelo que aquélla tiene por objeto, ya sea público o privado su titular.
Toda capacidad conlleva una responsabilidad, que esta Ley se ocupa de articular al servicio del interés general a lo largo de todo su cuerpo: desde la responsabilidad patrimonial por el incumplimiento de los plazos máximos en los procedimientos de ordenación urbanística, a la posibilidad de sustituir forzosamente al propietario incumplidor de los plazos de ejecución, el mayor rigor en la determinación de los destinos de los patrimonios públicos de suelo o las medidas arbitradas para asegurar que se cumple ese destino aun cuando se enajenen los bienes integrantes de los patrimonios públicos de suelo.
El contenido del Título se cierra con una regulación del régimen del derecho de superficie dirigida a superar la deficiente situación normativa actual de este derecho y favorecer su operatividad para facilitar el acceso de los ciudadanos a la vivienda y, con carácter general, diversificar y dinamizar las ofertas en el mercado inmobiliario.
 
IX
 
Por último, el Título VI contiene una serie de preceptos que, localizados hasta ahora de manera fragmentada en el Real Decreto Legislativo 1/1992, de 26 de junio, por el que se aprobó el Texto Refundido de la Ley sobre Régimen del Suelo y Ordenación Urbana, ha parecido razonable agrupar bajo la denominación de «Régimen Jurídico». En él se contienen las actuaciones con el Ministerio Fiscal a consecuencia de infracciones urbanísticas o contra la ordenación del territorio, las peticiones, actos y acuerdos procedentes en dichos ámbitos, las posibles acciones y recursos pertinentes y las normas atinentes al Registro de la Propiedad que ya han sido objeto de desarrollo reglamentario mediante el Real Decreto 1093/1997, de 4 de julio, por el que se aprobaron las normas complementarias al Reglamento para la ejecución de la Ley Hipotecaria sobre inscripción en el Registro de la Propiedad de actos de naturaleza urbanística.
La introducción de este Título, y la de aquellos otros preceptos que habían perdido coherencia sistemática en el contenido subsistente del Real Decreto Legislativo 1/1992, que ahora la recuperan mediante su inserción donde corresponde en la estructura de la Ley 8/2007, junto a la labor de aclaración, regularización y armonización realizadas, permiten derogar ambas disposiciones generales y recuperar finalmente en un solo cuerpo legal la unidad de la legislación estatal en la materia, al amparo de lo dispuesto en la Disposición final segunda de la Ley 8/2007, de 28 de mayo, de Suelo.
En su virtud, a propuesta de la Ministra de Vivienda, de acuerdo con el Consejo de Estado y previa deliberación del Consejo de Ministros en su reunión del día 20 de junio de 2008,
 
D I S P O N G O :

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