martes, 3 de diciembre de 2013

Ley 26/1988, de 29 de julio, sobre Disciplina e Intervención de las Entidades de Crédito

 
 
 

TEXTO

 
JUAN CARLOS I
REY DE ESPAÑA
 
A todos los que la presente vieren y entendieren,
 
Sabed: Que las Cortes Generales han aprobado y Yo vengo en sancionar la siguiente Ley:
 
Numerosas experiencias internacionales y la propia española, acumuladas a lo largo de muchos años, han puesto de manifiesto la absoluta necesidad de someter las Entidades financieras a un régimen especial de supervisión administrativa, en general mucho más intenso que el que soporta la mayoría de los restantes sectores económicos. Esas entidades captan recursos financieros entre un público muy amplío, carente en la mayor parte de los casos de los datos y los conocimientos necesarios para proceder a una evaluación propia de la solvencia de aquéllas. La regulación y supervisión públicas aspiran a paliar los efectos de esa carencia, y facilitan la confianza en las entidades, una condición imprescindible para su desarrollo y buen funcionamiento, esencial no sólo para los depositantes de fondos, sino para el conjunto de la economía, dada la posición central que reúnen esas entidades en los mecanismos de pago.
Esos problemas se suelen afrontar en todas las partes articulando unos dispositivos especiales de supervisión de las instituciones. Dichos mecanismos se componen básicamente de un conjunto de normas tendentes a facilitar a la autoridad supervisora una completa información sobre la situación y evolución de las entidades financieras, y de otro conjunto de normas tendentes a limitar o prohibir aquellas prácticas u operaciones que incrementen los riesgos de insolvencia o falta de liquidez, y a reforzar los recursos propios con que pueden, en su caso, atenderse esos riesgos, evitando perjuicios para los depositantes. Obviamente, la eficacia de las normas depende de la existencia de unas facultades coercitivas suficientes en manos de las autoridades supervisoras de las entidades financieras, cuyo desarrollo, a través de un régimen adecuado de sanciones administrativas, debe cerrar el sistema regulador.
En nuestro ordenamiento son muy abundantes las normas que establecen preceptos inspirados en los criterios expuestos más arriba para los diferentes tipos de entidades financieras, definiendo unas infracciones de los mismos sancionables por la vía administrativa. Esa normativa presenta, sin embargo, deficiencias muy graves, que se pueden agrupar en dos categorías: las que oscurecen la correcta aplicación del principio de legalidad aplicable a las normas sancionadoras en sus elementos esenciales (atribución de potestades sancionadoras a la Administración, tipificación precisa de las infracciones y sanciones); y las que surgen de la enorme dispersión y variedad de las disposiciones en que se recoge la normativa, con las lagunas legales y las faltas de coordinación correspondiente.
Para atender esas deficiencias, y siguiendo al mismo tiempo la política promovida por la CEE de impulsar la creación de un marco común de supervisión de las entidades financieras, resulta necesaria la publicación de la presente Ley. Con ella se pretende adecuar el derecho sancionador en la materia a las normas constitucionales aplicables a la doctrina sentada al respecto por el Tribunal Constitucional, e igualmente afectar al conjunto más amplio posible de instituciones financieras, generalizando así este aspecto de su estatuto legal.
Haciendo un repaso de su contenido, pueden destacarse los siguientes principios y soluciones:
I. Se establece una normativa sancionadora común para el conjunto de las entidades de crédito, denominación más acorde con nuestra tradición jurídica que la de «establecimiento de crédito», a la que sustituye, y que se extiende además a otros tipos de instituciones financieras que desarrollan esencialmente la actividad que define a una entidad de crédito.
II. Se determinan con claridad los sujetos pasivos de la potestad sancionadora, implicando a la entidad infractora y, caso de concurrir responsabilidad en ellos, a quienes ejerzan en aquélla cargos de administración, dirección o control.
III. Se tipifican las infracciones, tratando de obtener un equilibrio entre la imprescindible concreción de las conductas sancionables, atendiendo a su gravedad, y la definición de aquéllas con el grado necesario de generalidad que evite el posible vaciamiento futuro de la ley, así como el exceso de casuísmo o la exhaustividad en su relación, tan imposible como inútil en una actividad sujeta a rápida evolución.
IV. Se establece una gama de sanciones acomodada a la gravedad de las infracciones, permitiendo, sin merma de la seguridad jurídica de los afectados, la aplicación del principio de proporcionalidad.
V. Por último, y en cuanto a la cuestión de las competencias sancionadoras, la aplicación de la Ley corresponde al Estado, sin perjuicio del ejercicio de las potestades que en la materia corresponden a las Comunidades Autónomas. En todo caso, éstas deberán ejercerse respetando los principios que se declaran básicos, con amparo de los apartados 11.ª, 13.ª y 18.ª del apartado 1 del artículo 149 de la Constitución, al tiempo que se reserva a la competencia estatal la sanción de las infracciones que afecten a normas de carácter monetario o de solvencia.
Junto al desarrollo de estos temas centrales, y de las cuestiones de procedimientos ligadas estrechamente a ellos, se aprovecha esta Ley para regular otros aspectos importantes que guardan relación con el derecho sancionador y cuya normativa era fragmentaria, incompleta o defectuosa: las facultades de la Administración para tutelar que las denominaciones y actividades reservadas a las entidades de crédito no se ejerzan por personas, físicas o jurídicas, no habilitadas para ello; y las medidas de intervención y sustitución de sus órganos de administración que, en circunstancias excepcionales, pueden ser adoptadas por los organismos competentes. En relación con el importante sector de las entidades de seguros, no se limita esta Ley a cubrir lagunas, sino que se opta por extender a las mismas, con las naturales adaptaciones, su régimen sancionador y sus soluciones en materia de medidas de intervención y sustitución de los administradores. Con ello se ha perseguido tanto dar un paso más hacia la homogeneidad del derecho sancionador administrativo del mundo financiero, como superar las deficiencias advertidas en la aplicación de los correspondientes preceptos de la Ley 33/1984, de 2 de agosto, sobre Ordenación del Seguro Privado.
La presente Ley va, sin embargo, más allá de la regulación estricta del régimen disciplinario de las entidades de crédito. En defecto de una ley general sobre ordenación de la actividad de las entidades de crédito, cuya necesidad se deja sentir, pero que, por su complejidad, no puede abordarse con premura, se ha considerado conveniente aprovechar la aprobación de esta Ley para resolver ciertos problemas sustantivos importantes del régimen legal de las diversas categorías de entidades financieras.
Así, figuran en ella disposiciones que responden a un intento de plantear de forma global el marco de actuación de las entidades de crédito, ampliando el ámbito de aplicación de este concepto al Instituto de Crédito Oficial, a las sociedades de arrendamiento financiero y a las sociedades mediadoras del mercado de dinero y eliminando normas vigentes que fuerzan una especialización artificiosa de determinadas entidades financieras, o constituyen una restricción innecesaria para la actividad de otras. En tal sentido cabe reseñar la generalización a todas las entidades de crédito de la posibilidad de emitir obligaciones sin límites relacionados con su capital; la ampliación a los bancos de la facultad de emitir cédulas hipotecarias, o de realizar, junto a las Cajas de Ahorro y cooperativas de crédito, operaciones de arrendamiento financiero; y la autorización al Gobierno para someter a todas las entidades de crédito a las normas vigentes sobre coeficientes de caja, inversión o recursos propios. No obstante, la unificación de trato no es absoluta. En particular se mantienen limitaciones a la capacidad de determinadas entidades de crédito especializadas de utilizar ciertas modalidades de captación de fondos del público.
En la misma línea se sitúa la concentración en el Banco de España de las funciones de registro, control e inspección de todas las entidades de crédito, así como de las sociedades de garantía recíproca. Esa concentración se justifica, primero, por la similitud de las actividades y la problemática de esas entidades, que precisan un tratamiento coordinado; segundo, por las frecuentes vinculaciones que existen de hecho entre entidades de crédito de diferentes tipos; y tercero, en el caso particular de las entidades oficiales de crédito, por la inhabilitación que la conversión del ICO en una sociedad «holding» de las mismas implica para el ejercicio de sus anteriores funciones supervisoras.
En otro orden de cosas, se crea un régimen común de control de las participaciones en el capital de las entidades de crédito que, respetando el principio general de libertad en las participaciones, garantice, mediante la publicidad y la comunicación a las autoridades supervisoras, la transparencia en sus relaciones de dominio. En el caso particular de los bancos, y dada su especial relevancia dentro del sistema financiero, se establece un régimen especial que obliga a quienes tomen participaciones importantes en ellos a comunicarlo tanto a la entidad participada como a la autoridad supervisora, debiendo someterse a autorización la adquisición de participaciones superiores al 15 por 100 del capital del banco. El ejercicio de los derechos políticos se supedita a aquella comunicación o a esta autorización.
Se refunden y generalizan las normas que, hasta ahora, facultaban a las autoridades financieras para fijar los capitales mínimos de las entidades de crédito, para establecer sus estados contables y para imponer clausulados mínimos en sus contratos típicos, en beneficio de la transparencia de las entidades y la protección de los intereses de su clientela.
En fin, la Ley aborda la regulación general de las operaciones de arrendamiento financiero. Sus normas reproducen, mejorándolas en algunos aspectos técnicos, las establecidas en la regulación anterior. Pero se introducen modificaciones en el tratamiento fiscal, que en la regulación precedente equivalía a la admisión de un principio ilimitado de libertad de amortización. Así, se establece la desagregación de las cuotas de arrendamiento en un componente de carga financiera y otro de recuperación del coste del bien por la entidad arrendadora, que sería el equivalente al concepto de amortización en el caso de una adquisición definitiva. Se acepta el principio de que ese segundo componente constituye un gasto amortizable para el arrendatario, pero se dispone que deberá ser de cuantía igual o creciente a lo largo del período contractual, para evitar un anticipación de gastos amortizables a través de cuantías decrecientes. Al mismo tiempo se rechaza la deducibilidad en el caso del arrendamiento de bienes que, por su naturaleza, no sean amortizables. Tales normas, unidas a la posibilidad de que el Gobierno establezca plazos mínimos, a la duración de los contratos –posibilidad que ya existía en la legislación vigente, pero de la que no se ha hecho uso– deberían permitir que, sin eliminar la flexibilidad que los arrendamientos financieros aportan en relación con la normativa del Impuesto de Sociedades, pueda ponerse límite a prácticas que llevarían demasiado lejos esa flexibilidad.

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